jueves, 15 de abril de 2010

Nuevo mes (1)

por Gonzalo andRés 

Salí poco antes de que termine la fiesta. Tomé las llaves de mi coche, encendí el motor, y abandoné el lugar. Pasé un par de vecindarios y alcancé una luz roja así que me detuve, el reloj marcaba 11:59. ¡Bam! De inmediato, un gran sobresalto: una camioneta golpeó mi vehículo por detrás. Mi mirada se fijó en el reloj de nuevo, y ya decía 12:00. Enseguida, hice el respectivo recuento de los daños: mirándome en el espejo dije “cara y cráneo, bien”, y usé mis manos para rastrear golpes en el resto de mi cuerpo tomándome el tiempo necesario. El semáforo otra vez llevaba la luz roja. ¡Bam! El conductor de la camioneta ya estaba junto a mi ventana. Era un tipo bajito, bastante en comparación con el tamaño de su vehículo, que llevaba una cara pálida y algo asustada. Puse a salvo algunas de mis cosas y bajé del auto. 

Ya de pie, vi que el tipo era bajito bajito bajito. Traía encima una chaqueta roja de cuero, un ostentoso reloj que marcaba las 12:04, y un par de copas. “¿Estás bien?” preguntó. Vaya personita, hace momentos choca mi carro y ya me trata de ‘tú’, pensé. Solo asentí con la cabeza, preguntando al sujeto si tenía seguro. Mientras me daba sus datos para contactarlo, pasaron junto a nosotros varios de quienes asistieron a la fiesta; se detuvieron dos autos y sus pasajeros se acercaron. Era gente que conocí esa misma noche. Amablemente, uno de ellos usó su teléfono para llamar a una grúa. “Oye, perdóname, me estaba quedando dormido.” dijo el menudo tipo. Varias cuadras al sur se divisaba el parpadeo de unas luces, como de aquellas que llevan los patrulleros de policía. Los ‘fiesteros’ hicieron notar el asunto y el muchacho se puso todavía más pálido. Dando pasos errantes hacia la camioneta y pidiéndome perdón a gritos, se montó en la camioneta y se fue en dirección contraria a la de los policías. Quienes ahora me acompañaban me decían que no lo deje ir. 

La patrulla se acercaba, y los nuevos conocidos míos se pusieron en hilera, tapando el daño del ebrio enchaquetado. “Nos dijeron de un estrellamiento en esta calle” indicó el oficial que conducía, y uno de los amigos de la novia del anfitrión de la fiesta no supo decir otra cosa que “un man de rojo en una camioneta blanca andaba zigzagueando y se fue para allá”. Se oyó enseguida cómo el sonido de la sirena desapareció. Remolcado mi coche, agradecí a los comedidos por su ayuda. Pregunté la hora y me dijeron “Ya es doce y media”. Abordé un taxi mientras me despedía ondeando la mano. “Sígalo”, recuerdo haber dicho al conductor. 

Mientras guardaba el auto en el garaje, encontré al enchaquetado fulano, entrando su camioneta a la casa que está frente a la mía. Sus datos no cuadraban en números ni letras con la calle donde yo vivo. Entonces, me alegró la cercanía (del escondite), pero renegué no conocer a los vecinos. Los nuevos vecinos. ¿Nuevos con dos meses en el barrio? Sí, definitivamente nuevos. Ya hasta me parecía aburrido ver a la misma gente de siempre, saludar solo a un par de ellos, y hablar tan solo lo estrictamente necesario. Mientras me preparaba para dormir, tenía algo de tranquilidad pese al accidente ya que estaba a pocos metros del infractor. 

El reloj de la mesa de noche marcaba la 1:30. Me recosté en la cama, y sentí la tensión de uno de los músculos del cuello. Ouch.

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