lunes, 20 de abril de 2009

Punto de encuentro

por Gonzalo andRés

Escapando a la autopista, empezó a anochecer. En el radio sonaba Eye In the Sky, pero lo apagué y abrí la ventanilla. El nuboso paisaje dejaba ver apenas el contorno de la luna. El sobrecogedor sonido de las hojas de los árboles golpeadas por el viento se hacía cada vez más notorio. Y mientras me alejaba de la ciudad, me decía a mí mismo que iniciaba un viaje sin rumbo. El brillo de las estrellas contrastaba con las luces de la patrulla que pasaba junto a mi auto, a una velocidad superior. De pronto, me asusté porque mi teléfono móvil empezó a timbrar, y de reojo pude ver quién llamaba. A pretexto de la seguridad, decidí no contestar. Luego de unos segundos de silencio, sonaron otros timbrazos. Fueron tres intentos.

Fácilmente habían transcurrido algo más de dos horas desde que abandoné la ciudad, y el cansancio estaba lejos de ser mi acompañante. Llegué a un centro poblado, y un semáforo detuvo mi curso. Miré a los costados y noté que no había un solo individuo cerca. La luz verde se encendió, y continué conduciendo. Unos metros más allá noté que necesitaba combustible para mi vehículo. Todavía no tenía la luz de alerta encendida, pero temía no encontrar estaciones abiertas más adentrada la noche. Pasé por varias de ellas, pero luego de cuatro encontré una abierta.

Esta gasolinera era un sitio bastante iluminado, se divisaba desde lejos. Al ser la única 'en servicio' a esa hora, había amplia concurrencia. Una vez que me atendieron, orillé mi coche a un costado del lugar, frente a la cafetería de la estación. Decidí entrar. Resultó ser un lugar agradable, en las mesas habían pequeños arreglos de flores artificiales. La atención de las dependientes rompía con lo atractivo del ambiente, y no era para menos: sus rostros mostraban cansancio a la vez que seguían entrando clientes. Tomé asiento y, con todo el tino posible, pedí a una de ellas que me sirva un café.

Un par de minutos después sentí un fuerte jalón en la silla. El vaso de café caliente estaba en mis manos, el movimiento provocó que lo derramara sobre la mesa. Enseguida, las disculpas vinieron de una mujer que vestía un abrigo rojo, y cuyo bolso provocó todo. Me ofreció otro café. Mi reacción fue mínima. Esta persona se sentó a mi lado, pidió un café y, sin preguntárselo, me contó que iba de camino a casa y que la cafetería era una de tantas paradas que hacía porque no quería llegar allí. Una expresión en mi rostro permitió que siguiera hablando, y me alegró que lo hiciera. Por la forma en que relataba su historia -no lucía ansiosa de todas maneras-, tuve la impresión de que la mujer no había sido escuchada por alguien hacía largo rato.

Esta persona no iba en busca de un consejo, y no lo tuvo. Tampoco quería una lección moral, asimismo no la tuvo. Mantuve un respetuoso silencio mientras compartía conmigo varias cosas que rondaban por su cabeza en ese instante. Fue entonces cuando me agradó haber coincidido con ella en esa cafetería porque, lejos de todo, encontró a alguien que le pudo ser útil. Terminó de hablar diciendo "¿Y Usted qué hace aquí?", y empezó a timbrar mi teléfono celular. Lo tomé en mi mano y le mostré la pantalla diciendo "Esta es la razón por la que estoy aquí".

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