domingo, 18 de noviembre de 2018

Guntherdin: confesiones de un gnomo machacheño

por Gonzalo andRés

Vivir en esta casa por los últimos 75 años ha sido una experiencia no poco tormentosa. Cuando los chagras que servían a don Humberto Peñafiel la construyeron, sentí como si se tratara de un castigo que los más viejos del clan me encargaran su cuidado. Lo mío era habitar el bosque, pero desde el incidente del disparo -cuando Tirsalgé fue herido con escopeta por ayudar a ordeñar las vacas durante la madrugada- pensé que era mejor idea permanecer bajo techo y no acercarse al ganado. Distante de la casa principal y levantada sin propósito aparente, la casa me enseñó que las personas de vez en cuando hacen cosas porque sí.

Sin embargo, mi solitaria estancia duró solo un par de meses. Sarita, la mayor de las hijas de don Humberto, se mudó a la casa con un hombre a quien no había visto antes en los alrededores. Luego de escabullirme entre las habitaciones por las noches, supe que se trataba de su esposo, que se llamaba Aparicio Cordobés, y que tenía por apodo “El Gordo”, gracias a su insaciable apetito. Aquí surgió mi primer problema: habitar la casa requería dotes excepcionales para comer, pues a pesar de que siempre había comida, el comensal devoraba todo lo que había a su paso. Incluso los del clan, que habitaban el bosque, empezarían a verse en dificultades, debiendo comer solamente los frutos que caían de los árboles. Su hambre superaba la espera que pide la cosecha.

No creí que sería difícil acostumbrarme a su llegada, porque Sarita -cuando niña- gastaba horas en el bosque que marcaba el límite entre el cerro y el pasto, y me invitaba todos los días a jugar a las escondidas. Imaginé que se alegraría de verme, y saber que estaba en su casa. Entonces, decidí dejarme ver una noche, pero lo único que conseguí fue despertar una triste reacción. Hinchió sus pulmones y gritó sin contenerse. Torpe por naturaleza, su marido me persiguió por toda la casa hasta que logré salir por una ventana, caminar la cornisa y llegar por un tragaluz al entretecho, que sería mi refugio mientras la pareja de esposos estaba despierta. Aprendí entonces que las personas tienen mala memoria, incluso de momentos donde aparentan ser felices.

Pasaron décadas para habituarme a una supervivencia que no me distrajera de mi labor -cuidar la casa- y que a la vez me permitiera estar a salvo y no morir de hambre. Algo que descubrí es que hacerle la vida más fácil al Gordo y a Sarita podía traerme beneficios. Levantar objetos del suelo o prevenir que alguno caiga de las repisas era objeto de alegría de la pareja que, con el paso de los años, tenía menos agilidad para ocuparse de la casa. Como premio, una vez Sarita me dejó fruta, y para dejarle saber que se trataba de mí -y no del tragón de su esposo- puse en el mismo sitio la cáscara. Desde entonces, Sarita me regala frutas según ve alguna mejora.

Cuando ya habíamos adoptado un ritmo de colaboración Sarita y yo, sucedió algo repentino -aunque esperable. El Gordo debía mudarse al nivel del mar. Según escuché, podía morir si no actuaba pronto. Fue así como, de un día para el otro, quedé solo en la casa. Incontables personas la visitaron con ofertas y me encargué de que nadie se sintiera lo suficientemente contento de comprarla. Alfombras desordenadas para tropezar, ventanas que cierran súbitamente sin ayuda del viento, lámparas que se encienden y apagan sin razón: hice todo cuanto estuvo a mi alcance para que nadie se apropie de la casa. Al fin y al cabo, era mi labor cuidarla.

No obstante, un día que regresé del bosque con algo de comida vi que llegaron unos nuevos ocupantes: una familia de tres: Fausto, Sonia y Amaia Murillo. La pareja y su hija no traían equipaje, pero sí una cantidad de trastos como si quisieran preparar la merienda para todo Machachi. Los acompañaban dos individuos a quienes llamaban cuidadores -denominación y trabajo inútiles estando yo presente-, quienes sí se mudaron, pero a una mediagua que levantaron en apenas unas horas. A diferencia de los Cordobés-Peñafiel, los Murillo visitaban la casa solo en los fines de semana. Entonces, aprendí que en este tiempo las personas pueden ser nómadas. Si no tuviera el encargo de cuidar de la casa, yo también lo sería.

Esta nueva realidad me daba una de cal y otra de arena. Por un lado, la casa estaría sola casi todo el tiempo. Esto significaba la tranquilidad de hacer mi labor sin sobresaltos ni la necesidad de esconderme por miedo a recibir un disparo -o un grito como el de Sarita, aterradores ambos. La principal desventaja era que la comida que traían era la suficiente para comerla durante su estancia. Sabía que, si no me dejaba ver, no recibiría bocado alguno. Algo me decía que era mala idea no emplear alguna de las tácticas que ya usé con Sarita.

Los problemas no se hicieron esperar. Para comenzar, su dinámica robaba el encanto a esa casa que, por años, había sido un lugar tranquilo para vivir. Para acomodarse, cambiaron de lugar todos los muebles y agregaron camas en otras habitaciones. Dejaron cada cosa fuera de su sitio. Como no podía mover las camas por mi cuenta, me ocupé de arreglar lo demás de lunes a jueves, pero el viernes en la tarde estaba todo nuevamente en desorden con la ayuda de los usurpadores de mi trabajo. Aprendí que las personas pueden ser obstinadas y malagradecidas, sin importar las veces que el orden correcto les fuera impuesto.

Todos esos arreglos tenían un sentido: sus visitas fueron haciéndose populosas con el paso del tiempo. En cada visita, la casa acogía a 10 personas como mínimo. Quedaban despiertos buena parte de la noche, hiciera frío o no, acompañados de bebidas espirituosas y juegos de naipes. Pero lo que nunca faltaba en sus reuniones eran las risas. No paraban de reír por motivos que yo nunca llegué a entender -por mucha atención que prestara. Aprendí cómo jugar al Telefunken, porque cada vez venía alguien nuevo y necesitaba explicación; en una ocasión, tomé los juegos de naipes antes de que se fueran para probarlo con el resto de mi clan en el bosque. Pero ni esa travesura los cambió de humor. El siguiente fin de semana trajeron naipes nuevos. Entonces también aprendí que las personas pueden desapegarse de los objetos fácilmente. Yo no puedo.

No había niños entre las visitas, lo cual hacía aún menos atractiva la estadía de los Murillo en la casa. Ninguna de las amistades de los Murillo parecía tener hijos, y su hija era ya una bella jovencita. Con la esperanza de que no perdiera los estribos al verme -y seguro de que no tenía armas consigo-, hice varios intentos porque me vea. En esa noche, solo logré que se confundiera con mis señales, además que sus padres supieron del asunto de inmediato. Fausto indagó un poco pero hábilmente pasé por un poco de comida antes de regresar al entretecho. Espié la conversación del grupo y su padre dijo que -sin haberme visto- sintió una presencia. Su hija dijo –Tengo miedo. Entendí que las personas le temen a lo desconocido.

Resuelto a revertir la situación, subí al bosque por consejo. Me dijeron que haga respetar mi lugar a los intrusos -así los llamaron. Los subsiguientes fines de semana me ocupé de crispar los nervios de los Murillo y sus acompañantes. Primero, abría las puertas del establo para que los animales deambulen por las noches. Pero mi competencia notaba al rato la situación y llevaba al ganado de vuelta. En las noches lluviosas, subía al techo y arrimado en la chimenea, lanzaba piedrecillas sobre el tejado. Además, ya no cambiaba de lugar las cosas que pertenecían a la casa sino también lo que traían los visitantes. Por la comida no se preocupaban tanto porque siempre terminaban intoxicados. Recuerdo que una vez llevé unos zapatos que -en la oscuridad- me parecieron muy bonitos. Al amanecer, vi que estaban muy viejos así que los dejé en el cesto de basura. Su dueña gritó por el enojo. Quizás las personas no eran desapegadas del todo.

La alegría llegó por fin en una mañana que los Murillo invitaron a sus amigos a jugar al fútbol. Como ya era parte de su ritual, me aseguré de poner varias rocas en todo el patio donde las vacas no pastaban y que usaban como cancha. No tardó mucho uno de ellos, un tipo de nombre Balseca, en torcer su pie al correr tras la pelota y caer. Podría haber sido una situación sin mayores sobresaltos, pero su tropiezo lo llevó a golpearse la cabeza con otra roca más grande que no logró esquivar. Aparentemente su cabeza se rompió porque Balseca no paraba de gritar. Aprendí que las personas no gritan solamente por sorpresa o por coraje, sino también por dolor. Aquel fin de semana, todos se fueron con expresiones de sorpresa y preocupación.

Los Murillo visitaron la casa solo una vez más. Y fue para llevarse todos los enseres de cocina que trajeron la primera vez. Los mal llamados cuidadores también se fueron. Así que recobré la tranquilidad que tanto busqué. No podría estar más feliz, aun sabiendo que eso significaba menos alimentos y más visitas al bosque. Pasaron seis meses que conté día por día, antes de que la casa fuera ocupada de nuevo. Sin interés de esconderme ni pasar hambre, decidí que viviría a mi manera, sin ocultarme y cumpliendo con mi mandato. Supe después que los Murillo vendieron la casa a una pareja de viejecitos afables a los que tomé cariño casi de inmediato. Aprendí que las personas pueden vender incluso cosas que no les pertenecen.

Efraín, así se llamaba el nuevo huésped de la casa, no tardó en ganarse mi aprecio. Completamente diferente al abogado Fausto Murillo, Efraín estaba dedicado a la pintura. Y aunque su esposa me persiguió en dos ocasiones por tomar la fruta que estaba en el mesón –si no es para comerla, ¿para qué está? – logramos pactar tácitamente que se me convide comida siempre que me asegure de dejar la casa impecable cada noche. Efraín y su esposa tenían más limitaciones que las que tenían Sarita y el Gordo en su época. Entonces ayudarlos era un gesto de eso que ellos mismo llamaban ‘humanidad’. Aprendí que los duendes también podemos ser humanos.

De los hombres que habitaron la casa, Efraín era el más tranquilo. Tan tranquilo era que cuando me vio por primera vez, no gritó, y mas bien saludó con la mano, se presentó y hasta me bautizó. Me llamó Pedazo de Cáscara. Luego de haber sido ignorado por décadas, que alguien se interesara por mí al punto de darme un nombre era una felicidad indescriptible. Claro, le dejé saber que mi nombre era Pleysho Guntherdin y que tenía por encargo cuidar la casa, lo que significaba que de alguna manera estaba cuidando también de ellos. No se si Efraín llegó a sentirse cuidado o siquiera acompañado por mi presencia. Pero cuando su compañera murió, Efraín pasó a ser un sujeto inconsolable. Y aprendí que las personas gritan también cuando están tristes, es decir, cuando sufren.

El clan nos otorga un don a quienes lo integramos, y en mi caso, recibí un poder que no había podido usar hasta entonces: transformar las lágrimas en risas. Efraín encontró el sosiego que necesitaba para no morir de la pena con un poco de esa magia. Entonces aprendí que las personas sí necesitan de ella.
Espero que sea suficiente para que Efraín viva 302 años como yo. Pues desde entonces ha vuelto a pintar los cuadros más bellos que haya podido ver. Es más, su último proyecto ha consistido en retratarme, tarea a la que ya ha dedicado varias semanas. Lo mejor de todo es que ha podido seguir la receta de galletas de su esposa. Cada noche, antes de ir a dormir, se asegura de dejarme un vaso con leche y galletas. Son tan deliciosas que me las como todas con la certeza de que la noche siguiente tendré más solo para mí, y nadie las tocará.

Parece que alguien está llegando a casa, ¡son los niños que ponen feliz a Efraín!


Guntherdin: confesiones de un gnomo machacheño es una obra derivada del cuento “Nunca toques las galletas” de Ney Yépez Cortés, que fue compartido bajo licencia Creative Commons-Atribución 4.0 Internacional. Este texto también se comparte bajo esa licencia.

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